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martes, 26 de mayo de 2009

A la vieja usanza.

Hace apenas tres temporadas el ciclismo tradicional, el de la valentía por bandera, aquel en el que no existía el dichoso pinganillo, estaba en descomposición. Las exhibiciones que antaño nos brindaban los grandes, léase Chiapucchi o Virenque, entre otros muchos, tendían a pasos agigantados hacia la extinción, quedaban reducidas a la inspiración de un cada vez más veterano Jens Voigt, y cuando alguna de ellas era protagonizada por uno de los 'gallos' del pelotón, poco después salía a la luz un positivo por dopaje que evidenciaba la poca dignidad y coraje de muchos corredores situados en un pedestal por unos y por otros. Casos ejemplares son los de Roberto Heras en aquella etapa de la Vuelta a España en la que destronaba a Denis Menchov con una gran galopada, o la gran escapada en solitario de Floyd Landis en aquel convulso Tour de Francia que ganó Óscar Pereiro en los despachos.

La tendencia desde entonces es bien distinta. Cierta dósis de épica ha regresado a un deporte que la pedía a gritos, después de tanto tiempo en el ostracismo y bajo sospecha, y siempre a raíz del dopaje, las trampas... Carreras como la París-Niza hacen ver una pequeña luz al final de un largo túnel cuyo final aún no ha encontrado el deporte de las dos ruedas. Desde luego, si acaba encontrándolo, buena culpa de ello tendrán corredores como Carlos Sastre, uno de esos pocos románticos enamorados del ciclismo de ataque que hacen posible disfrutar de grandes hazañas de vez en cuando. Y hoy, en el Giro de Italia, en Monte Petrano, hemos asistido a una de ellas.

Eran 237 kilómetros entre las escarpadas montañas de la península itálica, de continuo sube y baja y con final en alto, en Monte Petrano, recorrido que en su tiempo hubiese sido más que apetitoso para los ya mencionados Virenque y compañía. Pero en la actualidad este recorrdio no levanta expectación entre los corredores ni ese 'gusanillo' en el estómago. Nada más lejos de la realidad. Ahora, las reacciones ante este tipo de etapas son pereza, quejas, remoloneos y mucha desgana. A pesar de todo, siempre hay algunos valientes, aunque ya nunca en solitario, que deciden enfrentarse a las rampas. Esta vez fueron Michele Scarponi, Yaroslavl Popovych, Damiano Cunego y Gabriele Bosisio, un cuarteto lleno de prestigio que se asoció buscando la gloria en las cima de Monte Petrano. Y, aunque sea triste, ya es de agradecer que cuatro corredores de este nivel se dignen a moverse ofensivamente desde lejos en una jornada como ésta.

Los cuatro fugados libraron una intensa batalla sin tregua que se cobró como primera víctima a un destemplado Scarponi, que está firmando una carrera bastante gris en conjunto sólo aderezada por su gran triunfo en Mayrhofen. Los tres supervivientes siguieron batallando sin descanso hasta que al final, en una selección natural, quedó el más fuerte, y el más entero físicamente. Popovych enterró las opciones de Bosisio y Cunego y los dejó a la cuenta dirigiéndose hacia una grandísima victoria. Como ya se ha dicho, en el ciclismo moderno y, sobre todo, con los ciclistas modernos, la renta de la que disfrutaba el ucraniano, buen escalador, habría sido más que suficiente. Pero volvió a las carreteras transalpinas, al caliente asfalto cercano a derretirse por el abrasador calor, esa esencia épica que hoy día aún rescatan ciclistas de la vieja escuela.

Carlos Sastre no se iba a conformar con contemplar como un escapado se imponía en Monte Petrano sin haber tenido en contra al pelotón, o, mejor dicho, a los restos que quedaban de él. Quizá la cercanía y el haber crecido junto a uno de los principales valores del ciclismo de ataque, el Chaba Jiménez, ha hecho de Sastre un corredor que no se amedrente ante las rampas de los colosos italianos a pesar de superar ya la treintena. Si tenía que caer, lo haría con las botas puestas. Pero no tenía que caer. La valentía se premia. No sólo fue cuestión de valentía. También tuvo buena culpa su tesón y, ante todo, que aún es uno de los mejores escaladores del pelotón. El madrileño completó una ascensión espectacular, rebasó a un incrédulo Popovych y sacó de punto a todos los favoritos, sin excepción. Sólo Menchov, Di Luca y Basso fueron capaces de moderar las pérdidas en meta. Los tres lograron perder escaso medio minuto, pero a partir de ellos el español de Cervélo desangró al resto de favoritos. Pellizotti y Garzelli perdieron poco menos de minuto y medio, Tadej Valjavec cedió dos minutos bastante largos y el dúo norteamericano de Astaná, Leipheimer y Armstrong, se llevaron la peor parte, dejándose en meta casi tres minutos.

El motín que organizó Sastre puso patas arriba la clasificación general, ganando dos puestos y colándose en el último escalón del podio, y alejando a Leipheimer considerablemente de los puestos de arriba. No cambia la cosa mucho para el líder, que hace cada vez más consistente su liderato y ya aventaja a Di Luca en treinta y nueve segundos y en dos minutos y diecinueve segundos al nuevo inquilino del tercer puesto, Carlos Sastre, quien, a su vez, distancia a Pellizotti en cuarenta y nueve segundos y a Ivan Basso en un minuto exacto.

El recorrido restante del 'Corsa Rosa' quizás sea insuficiente para que Carlos Sastre recupere esos más de dos minutos que le distancian del comandante de la carrera, Denis Menchov, pero la lección de casta y bravura que ha dejado quedará para la historia como uno de esos ataques instintivos de los grandes campeones, de aquellos que no entienden de tácticas conservadoras y deciden recuperar ese estilo que hizo grande a este deporte y que ahora con las nuevas épocas está cayendo en el olvido. Actuaciones como ésta son las que pueden ayudar al retorno del auge de este deporte, que debe dejar de lado las matemáticas y los cálculos y retomar el estilo libre y sin complejos de antaño. Por ello, sólo me queda decir: ¡Qué grande Carlos!

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