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sábado, 23 de enero de 2010

Diario de un mentecato

Querido diario:




El otro día, escuchando la televisión, di con un programa de debate futbolístico en el que, para mi sorpresa, se rebatía mi modo de dirigir al Barça. En primera instancia, una corriente jocosa se apoderó de mi. ¿Mi presidencia discutida? Imposible. Deben de estar locos. Yo, que he llevado por bandera al Barça de las seis copas, que he conseguido el mayor hito jamás logrado en la historia del fútbol, ¿refutado?. Nada nada, esos entrometidos periodistas debían estar equivocados. Y lo más divertido del caso era que se me criticaba por mi hipocresía, por mi intento de aunar los seis títulos de mi equipo con mi filosofía catalanista y así crear política, por los malos tratos infligidos al camerunés Samuel Eto'o, o por mis despilfarros extradeportivos de sobra conocidos. Pamplinas.

Sin embargo, los días siguientes estuve comiéndome la cabeza acerca de dicho asunto. Un pequeño sentimiento de culpa empezaba a brotar en mi pecho. Esa molesta intranquilidad me llevó a recapitular hasta mi llegada. Básicamente, mi periplo como presidente de este gran club ha venido marcado por tres clarificadas etapas.
Una primera, vigente durante los primeros años de mi mandato, en los que me mostraba como alguien cercano, correcto, que siempre presentaba sonrisas y soluciones a todo y todos y, en definitiva, como alguien que caía bien. Logré restaurar un club roto, que había contado con tres presidentes en los últimos cinco meses, devolver la ilusión a la parroquia barcelonista, carente de títulos desde hacía años, y por otra parte, conseguí exitosamente que en el mundo entero se me reconociese como una persona cabal y de lo más educada.




Pero como ya digo, mi primera etapa duró bastante poco. El tiempo suficiente para que ciertos miembros del club y gran parte de la hinchada comenzasen a discrepar de mis métodos. ¿Quizás fuese por qué aumenté casi en un 50% el precio de los abonos de un año a otro? Desde luego, hay que ver qué gente más rara. Enfadarse por eso. Pues no sé de qué pueden tener quejas, ya que en esa misma temporada, conseguí mi primer gran éxito como presidente a nivel deportivo: la consecución de la Liga en el año 2005. En sólo dos años. ¡Toma ya! Llegaba y besaba el Santo.





Tras ello comenzaría mi segunda etapa, a primera vista con aires positivistas, pero cuyos inicios fueron de lo más traqueteados. Y quién me iba a decir a mi que el final sería casi peor. Mi amigo y socio por aquella época, Sandro Rosell, gracias a cuya influencia logré ascender a la presidencia en el 2003, cada vez se mostraba más desacorde con mis ideales. Me dejé llevar por la furia, olvidando todo lo que había hecho por mi, mostrándome radical y de lo más firme. Mis ideas son mis ideas, y ni Rosell ni nadie van a cambiarlas por nada del mundo. ¿Tal vez por eso Sandro dimitiese poco después junto a otros cuatro peces gordos más? No creo. Nunca pude haber tenido culpa de ello. Ni de ello ni de nada. Dios me libre.




Paralelamente a la problemática secesión de mis rifirrafes con Rosell, me surgió una nueva preocupación. Los socios cada vez confiaban menos en mi, circunstancia a priori inexplicable, pues en el 2006 reeditamos título de Liga y ganamos la Champions, la segunda en la historia del club. Si nos reafirmábamos como el mejor equipo de Europa, ¿por qué la gente no confiaba en mi? ¿Tendría algo que ver el hecho de que me desnudase prácticamente a ojos de todas las cámaras habidas y por haber en el Aeropuerto de El Prat de Barcelona después de que el detector de metales no reconociese mi cinturón? Desde luego, algo totalmente encolerizante. A la vez que inédito. Cualquiera en mi lugar hubiera hecho lo mismo. Quién no se haya desnudado nunca en un aeropuerto que tire la primera piedra.

Pasó el tiempo, y mientras la alicaída credulidad de los socios en mi forma de dirigir el club continuaba decayendo fervientemente, fui reelegido presidente. Muy mal no tendría que estar haciéndolo entonces. La primera en la frente. ¡Es que que bueno soy! Portazo en las narices a todos mis críticos y competidores... pero un momento, si el único candidato fui yo, y sólo obtuve 8.000 votos de los más de 80.000 abonados... bueno, qué más da, la cuestión es que gané.




Mi nueva reelección, en 2007, marcaría el punto de partida de lo que terminaría siendo un sinfín de alocados intentos de rescate hacia mi persona. Paradójicamnte, la nueva temporada, la 2007-2008, venía cargada de sueños y de ilusiones. Estaba más que dispuesto a complacer a la hinchada con la consecución de todos los títulos. Los siete, contando con la Copa Cataluña. Pero todo terminó en sórdido pufo. Humillación en Liga con un sonado paseíllo al Madrid que pasará a la posteridad, en Copa y Champions en semifinales a manos de Valencia y Manchester respectivamente, y hasta derrota en nuestro trofeo por excelencia ante el Nástic de Tarragona. Todo ello además conllevaba el no disputar ni el Mundialito de Clubes ni ambas Supercopas. Por un momento llegué a pensar que los aficionados, Rosell y su junta, los periodistas, y en general todos mis críticos tenían razón, y que era un incompetente y un absurdo de pies a cabeza. Pero aquel fue otro efímero pensamiento de mi maltratada conciencia. Sin embargo, poco después las personalidades contrarias a mi mandato, encabezadas por un achacador Sandro Rosell se concitaron en forma de moción de censura contra mi. Sin motivo aparente claro, ¿cómo iba yo a esperar esto contando con mi fabuloso mandato?



Con mayores dificultades de las esperadas (quizás tirando de sobornos) superé la iniciativa de Rosell y los suyos. Pero no fue hasta aquel día, el peor día desde que heredé el trono de Joan Gaspart, cuado comencé a darme cuenta de que no podía continuar así por la vida. Me llevaría palos y más palos. Entonces me concencié y documenté sobre cómo improvar, sobre cómo recuperar el prestigio y respeto perdido (y que de hecho no sé si he llegado a tener), y llegué a la conclsuión de que la solución estaba en hacerse notar. Con mis nuevos métodos, por fin lograría ser reconocido, y sobretodo, golpear de bruces de una vez por todas a aquel demonio disfrazado de Sandro Rosell. Todo radicaba en el extremismo y el fanatismo, en difundir a todo el mundo que Cataluña y el Barça van de la mano y pertenecen a una nación totalmente independiente. Pero para ello, debería presentar un aval. Un aval tan importante que me guiase al estrellato. Y ese aval no era otro que los títulos, que las victorias. Con ello, conseguiría poder, fuerzas, elogios y lo que es más importante, la afirmación como uno de las grandes personalidades del mundo revolucionario. El nuevo Benjamin Franklin me llamarían. Ya lo estaba viendo.



Tardaría solo unos meses en ponerme manos a la obra. Prescindí de Rijkaard como entrenador y envidé por un hombre de la casa, Pep Guardiola, cuya experiencia por aquel entonces en los banquillos se limitaba a haber ascendido a nuestro filial de Tercera a Segunda B, eso sí,
en un sólo año. Pep fue el elegido para difundir mi ideología. Su filosofía de juego, que abanderaba el fútbol de toque y preciso, tenía todas las papeletas para marcar una época, y ello partía de la base de la expulsión de las malas influencias del vestuario. Así, las tres estrellas de antaño, Deco, Ronaldinho y Eto'o, se vieron obligados a traspasar la fina línea que existe entre la gloria y el ostracismo. 'Ronnie' se fue al Milan y Deco al Chelsea, pero, tras deslumbrar en pretemporada, Samu se quedó. Por ello y quizás también por mi influencia. Pero lo cierto es que a lo largo de la temporada, acalló a sus censores, y en especial a Pep. Y cómo premio por su desparpajo y rendimiento, se lo regalé a mi amigo Moratti, a ver qué tal le iba en Italia.
Aquella temporada fue mágica. Hicimos historia. Ganamos todo lo que se podía ganar. Copa, Liga, Champions, Supercopa de España, Supercopa de Europa, y en Diciembre de 2009 el Mundialito de Clubes. Mis augurios se confirmaban. Lo bueno estaba por llegar. Con el éxito deportivo, llegaba la hora promotora de mis ideas políticas. A mediados que avanzaba la gesta, era más frecuente verme cerca de manifestaciones en favor de una Cataluña independiente. Llevaba a ni Comunidad por bandera, encadenando mis brotes de emancipación con mis seis títulos. Que eran míos, claro. Ni de Iniesta ni de Xavi, ni mucho menos de Guardiola. Ni de un magnánimo Leo Messi. Ni siquiera de la fervorosa afición, ni del silenciado Samuel Eto'o, al que ya he comentado en líneas anteriores cómo agradecí su proeza. Eran míos y de nadie más. Mis seis títulos. Bueno, y quien dice seis, dice siete, pues no hay que olvidar el 2-6 en el Bernabéu, el lugar donde curiosamente habíamos sido humillados dos años atrás. El séptimo título de la temporada, humillar a nuestro histórico rival en su casa, dónde y cómo más duele, cómo mejor sabe. Y para culminar mi hazaña, mi magnífico mandato, opté por espiar a cuatro de mi vicepresidentes, desamortizando su intimidad, reduciéndoles a simples objetos, demostrándoles mi confianza. Todo ello regado con fiestas para el recuerdo, con el champán cayendo a modo de aspersión sobre mi hierático cuerpo, con mi imagen bastante achispada retozándome en espumosa champaña abierta a objetivos de cámaras y demases curiosos. ¡Qué viva el cava catalán!



Con el hito que yo, y nadie más que yo, había conseguido, me dejé llevar por la euforia. De nada me importó que ni un 20% de los catalanes compartiesen mi pensar. Unifiqué el sentimiento catalanista, haciendo del nacionalismo una moda. Algo que necesitaba estar al orden del día. Cataluña merecía ser una nación, al igual que yo merecía el atributo de esos seis títulos, al igual Eto'o merecía haber sido tratado cómo moneda de cambio y 50 millones más por un ya crecidito Ibrahimovic o al igual que mis cuatro vicepresidentes habían merecido ser investigados. Contínuamente, arremetía contra el Estado español en sí, y fomentaba (o eso creía) la idea de otro Estado naciente. Con todas mis copas, porque recordemos eran mías, profetizaba allá donde iba una inaudita síntesis de fútbol y política, desde luego, dos cosas complementarias, casi tanto como pueden serlo una chaqueta y un botón.



Pero entonces fue cuando, casi sin quererlo, hice un leve inciso en lo que todo aquello repercutiría en el fútbol. El mezclar fútbol con política, el correrme sonoras juergas, mis culminacione antideportivas, todo eso. En de qué manera trascenderían en el deporte, en la afición o en los colores blaugranas. Comprendí entonces que, para un aficionado cualquiera, que me paga mis particulares gastos desde hace ya muchos, muchísimos domingos, no rentabilizaría para nada jugar en una competición contra equipos como en Sant Andreu, el Terrasa, el Badalona, el Girona o el Gavá, y en la que nuestros máximos competidores serían el Gimnástic de Tarragona, que batalla año tras año por no verse descendido a Segunda B, o el siempre inofensivo Espanyol. Comprendí entonces que la mágica rivalidad Madrid - Barça se extinguiría. Que en Europa, el nombre del Barça quedaría mancillado y supeditado a una nueva nación aborrecida por todos. Que los mejores jugadores pasarían de jugar en Can Barça y preferirían lucirse en estadios dónde realmente se sintiese el fútbol. Comprendí entonces que tenía miedo, miedo a que en unos cuantos años, pudiese verme sentado en el palco de un Nou Camp casi vacío en un Barça - Terrasa (por poner un ejemplo). Y todo por ingenuo, por pelmazo, por estar siempre rizando el rizo. Por no saber guardar ni las formas ni mucho menos silencio.



Fue entonces cuando lo entendí todo. Cuando entendí por qué la gran mayoría de todos los millones de habitantes que habitan España me repudian y consideran alguien sucio, impresentable, deshonesto y desagradable. Cuando descubrí que no es plato de buen gusto para un seguidor ver al presidente de su equipo naufragar entre cava y manifestaciones. Cuando por fin inferí en por qué se me cuestionaba tanto, fue cuando por fin entendí por qué ni el propio Guardiola bastantes veces me miraba a la cara.




Cuando comencé a darme cuenta de que me había convertido en un personaje inadmisible y sobretodo ridículo.

Otro año sin Puerta